Había una vez un joven llamado Lucas, quien vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques frondosos. Lucas tenía mucho miedo a equivocarse y por ello: pensaba en todo, absolutamente en todo, una y otra vez.

Cada decisión, por pequeña que fuera, lo sumergía en un océano de pensamientos interminables. Desde elegir qué camino tomar para llegar al río, hasta decidir qué palabras usar en una conversación, todo lo analizaba con una intensidad que solo él conocía.

Un día, recibió una carta del anciano sabio del pueblo.

El anciano invitaba a todos los jóvenes a participar en una prueba que decidiría quién sería el próximo guardián del pueblo. Era una gran responsabilidad y, por supuesto, una gran oportunidad. La prueba consistía en llegar hasta lo alto de la Montaña del Eco y traer de vuelta una piedra dorada que simbolizaba la sabiduría.

Cuando Lucas leyó la carta, su mente comenzó a llenarse de dudas. ¿Y si me pierdo en el camino? pensaba. ¿Y si me caigo o si no encuentro la piedra? ¿Y si los otros son más rápidos o más fuertes que yo?

Durante días, Lucas no pudo dormir. Cada vez que intentaba dar un paso adelante, su mente lo frenaba con nuevas preguntas y miedos. Veía a los otros jóvenes partir con determinación, mientras él seguía en su casa, atrapado en el torbellino de sus pensamientos. El tiempo pasaba y la fecha límite para participar en la prueba se acercaba.

Una tarde, sentado en la orilla del río, un anciano pescador se le acercó.

Era un hombre de rostro arrugado pero con una sonrisa apacible. Se sentó junto a Lucas en silencio, observando el agua fluir.

—Parece que el río no tiene miedo de equivocarse —dijo el anciano de repente.

Lucas lo miró con curiosidad.

—¿Cómo puede un río equivocarse? —preguntó.

—El agua no sabe qué caminos encontrará más adelante —respondió el pescador—. A veces, choca con rocas, a veces se desvía. Pero siempre sigue adelante, fluyendo sin detenerse, sin pensar demasiado en lo que vendrá. El río no se paraliza por miedo a equivocarse, simplemente fluye.

Las palabras del pescador resonaron en la mente de Lucas durante horas. Esa noche, mientras intentaba dormir, se dio cuenta de que su sobrepensamiento era como una enorme roca que bloqueaba su propio flujo, su capacidad de avanzar. Estaba tan concentrado en evitar cometer errores, que había olvidado que los errores eran parte del camino.

A la mañana siguiente, sin pensarlo demasiado, Lucas se levantó temprano, se puso su mochila y comenzó a caminar hacia la Montaña del Eco.

Al principio, su mente seguía llenándolo de dudas, pero esta vez decidió no detenerse. Cada vez que surgía una pregunta o un miedo, recordaba al río, que no se preocupaba por lo que vendría después.

En el camino, Lucas tropezó varias veces, tomó desvíos equivocados y, en un momento, pensó que jamás encontraría la piedra dorada. Pero, en lugar de detenerse, continuó, recordando que equivocarse no era el fin del mundo. Después de todo, lo importante no era hacer todo a la perfección, sino seguir adelante.

Al llegar a la cima, Lucas se sorprendió al ver que no era el primero en llegar. Otros jóvenes ya estaban allí, con piedras doradas en las manos.

Sintió una pequeña punzada de decepción, pero luego se dio cuenta de algo: no importaba que no fuera el primero, lo que realmente importaba era que lo había logrado. Había llegado hasta el final, pese a todas sus dudas y miedos.

El anciano sabio lo recibió con una sonrisa.

—El verdadero guardián no es quien llega primero, sino quien entiende que el camino está lleno de tropiezos —le dijo—. Pero también sabe que eso no debe detenerlo.

Lucas sonrió, porque finalmente había entendido que no importaba cuántas veces te equivoques en el camino, lo importante es aprender a fluir, como el río, sin dejar que el miedo te paralice.

Desde aquel día, Lucas dejó de sobrepensar cada decisión y comenzó a vivir con más ligereza. Aprendió que no pasa nada si te equivocas, y que, al final, lo más importante es no quedarse estancado, sino seguir adelante, siempre.

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