EL ESCARABAJO QUE QUERÍA SER LUCIÉRNAGA: cuento sobre autoestima
Había una vez un escarabajo llamado Numo que vivía en un jardín lleno de criaturas brillantes. Cada noche, al oscurecer, salían las luciérnagas a volar, con sus luces parpadeantes y movimientos elegantes. Numo, desde el suelo, las miraba embelesado.
—Yo también quiero brillar como ellas —suspiraba—. Mis alas son opacas, mi cuerpo es pesado… nadie se fija en mí.
Así que Numo empezó a esconderse durante el día, y a intentar imitar a las luciérnagas por la noche. Pulía su caparazón con gotas de rocío, se trepaba a las ramas más altas para que lo vieran… pero nadie parecía notarlo. Cuanto más lo intentaba, más agotado y triste se sentía.
Una noche, mientras descansaba en una hoja, se le acercó una vieja rana que había estado observando desde el estanque.
—¿Por qué te escondes durante el día, pequeño? —le preguntó.
—Porque no soy bonito —respondió Numo—. No brillo como ellas. No vuelo tan alto. Nadie me ve.
La rana ladeó la cabeza con ternura.
—¿Y tú te has visto cuando haces túneles en la tierra? ¿Cuando remueves hojas con tanta fuerza? ¿Sabes cuántas raíces se nutren gracias a ti? ¿Cuántas semillas germinan porque tú limpias el suelo?
Numo se quedó en silencio. Nunca había pensado que su cuerpo, aunque no brillara, tenía valor en lo que hacía.
Esa noche no intentó volar alto. Caminó entre las plantas, dejó que el aire le tocara el lomo, escuchó el canto de los grillos. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que era suficiente.
Desde entonces, Numo dejó de querer ser luciérnaga. Aprendió a amar su forma, su fuerza, su lugar en el jardín. Y aunque no brillaba en la oscuridad, su sola presencia sostenía la vida.
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