EL PEQUEÑO ZORRO Y LA NIEBLA: un cuento sobre enfrentar el miedo
El pequeño zorro nunca había salido del bosque. Su madre le había enseñado cada sendero seguro, cada escondite entre las raíces, cada claro donde el sol calentaba sin peligro. “Aquí estás a salvo”, le decía. Y él lo creía.
Pero, más allá de los árboles, existía la llanura. Una extensión abierta, infinita, donde el viento corría libre y el cielo se volvía enorme. El pequeño zorro nunca se atrevió a cruzar el límite del bosque, porque allí empezaba la niebla.
La niebla era un monstruo, eso decían los ancianos. Se tragaba a quienes se aventuraban demasiado lejos. Y aunque nadie sabía realmente qué había más allá, todos sabían que no había que ir.
Pero una noche, mientras dormía, el pequeño zorro soñó con la llanura. En su sueño, no había peligro ni monstruos. Solo un aire distinto, más liviano, y un espacio tan grande que podía correr sin detenerse.
A la mañana siguiente, el pequeño zorro se despertó con el sueño todavía latiéndole en el pecho. Se acercó al borde del bosque y miró la niebla. Sintió su humedad en el hocico, su susurro en las orejas.
El miedo le pesaba en las patas. Pero también estaba esa otra cosa. Algo que no tenía nombre pero que se parecía mucho a la voz del viento llamándolo.
Dio un paso.
El corazón le latía con fuerza. La niebla le envolvía las patas, el lomo, el hocico. Todo era blanco y silencioso. Por un momento pensó en regresar. Pero entonces, respiró.
Y se dio cuenta de que todavía estaba allí.
La niebla no lo había tragado. Seguía siendo él.
Dio otro paso. Luego otro. Y otro más.
Y, de pronto, la niebla empezó a disiparse. Y el pequeño zorro vio algo que nunca había visto antes: el horizonte.
No había monstruos. No había abismos. Solo el mundo, más grande de lo que nunca imaginó.
Y él, en medio de él, con las patas firmes sobre la tierra, respirando.
El pequeño zorro se quedó quieto un instante, sintiendo el aire fresco en su hocico. La llanura se extendía ante él, infinita, llena de senderos invisibles aún por descubrir. Miró hacia atrás, al bosque donde siempre había estado a salvo. Aún podía regresar si quería.
Pero algo dentro de él había cambiado.
Dio unos pasos más, despacio, dejando que sus patas se acostumbraran a la nueva tierra. No todo el miedo había desaparecido, pero ahora sabía algo importante: podía avanzar incluso con él.
El viento sopló con suavidad, despeinándole el pelaje, como si le diera la bienvenida.
Y entonces, con un brillo nuevo en los ojos, el pequeño zorro corrió hacia lo desconocido.
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