Había una vez un río joven, lleno de energía y chispa, que serpenteaba entre los valles con la frescura de quien apenas empieza a descubrir el mundo. Un día, mientras recorría su camino, se encontró con una majestuosa montaña. Ella era alta, imponente, y parecía inamovible, con una paciencia que contrastaba con la impetuosidad del río.

Desde el primer momento, el río quedó fascinado. «¡Qué hermosa eres!», le dijo, dejando que sus aguas acariciaran sus faldas rocosas. La montaña, aunque acostumbrada a ver pasar muchos ríos, se sorprendió por la sinceridad de su entusiasmo.

Al principio, todo era emoción. El río corría rápido, queriendo abarcar cada rincón de la montaña. Ella, por su parte, disfrutaba de las cosquillas que las corrientes le hacían en sus grietas. “Nunca me había sentido tan viva”, confesó la montaña. Pero con el tiempo, la intensidad del río empezó a calmarse.

Un día, el río notó que ya no sentía la misma urgencia por correr a través de la montaña. Sus aguas se habían hecho más lentas, más profundas. “¿Será que ya no la amo?”, pensó con inquietud. Pero entonces, miró a su alrededor. Las flores que crecían en las laderas, las rocas suavemente pulidas por sus caricias, y la forma en que la montaña lo dejaba fluir sin resistencia le hicieron darse cuenta de algo importante: el amor no siempre es un torrente; a veces es un lago tranquilo que refleja lo mejor de ambos.

La montaña, que había visto todo en silencio, habló con calma. «Querido río, el amor no es solo correr con pasión, es también quedarte y cuidar lo que hemos construido juntos. Yo no te pido que seas el río de ayer, sino el río que eres ahora. Y así, juntos, podemos seguir creando vida.»

Y así lo hicieron. El río aprendió que podía fluir sin perder su esencia, y la montaña, aunque inmutable a simple vista, sabía que cada gota que caía sobre ella la moldeaba con ternura. Juntos entendieron que el amor no está en los rápidos iniciales, sino en la constancia de seguir viajando, aunque el paisaje cambie.

Y desde entonces, el río y la montaña se amaron de una manera más profunda y auténtica, recordándonos que el amor no siempre es un torrente, pero siempre puede ser eterno.