Superar la ansiedad no es un camino fácil, pero tampoco es imposible. A veces, el miedo se instala en nuestra vida sin previo aviso, convirtiendo lo cotidiano en un desafío abrumador. Lo que antes era simple—subir al metro, caminar entre la gente, moverse con libertad—se transforma en una prueba que parece insuperable. Así comienza esta historia, con una persona que vio su mundo encogerse poco a poco, atrapada en una lucha silenciosa contra el pánico. Pero también es una historia de esperanza, porque el primer paso para recuperar la libertad es entender que la ansiedad no tiene la última palabra.
El viaje de regreso hacia mi misma.
Si alguien me hubiera dicho hace unos años que subir al metro o entrar a un centro comercial podría convertirse en un desafío aterrador, no lo habría creído. Siempre fui una persona independiente, acostumbrada a moverme sin problemas por la ciudad. Pero un día, sin previo aviso, algo cambió.
Todo comenzó con una leve incomodidad, una sensación de opresión en el pecho cada vez que subía a un autobús lleno o caminaba entre una multitud. Con el tiempo, la incomodidad se transformó en pánico. Me paralizaba la idea de quedar atrapada, de no poder escapar. Dejé de usar el transporte público, evitaba salir en horas concurridas y empecé a organizar mi vida alrededor del miedo.
No entendía qué me estaba pasando. Solo sabía que el mundo, que antes me parecía amplio y lleno de posibilidades, se estaba reduciendo cada día más. Hasta que llegué a terapia.
Descubrir el origen de la ansiedad
Uno de los primeros descubrimientos fue darme cuenta de que mi miedo no era solo mío. Crecí con una madre que veía peligros en todas partes. Su amor estaba lleno de advertencias: «No hables con extraños», «Ten cuidado al cruzar la calle», «No vayas sola». Su sobreprotección me hizo sentir que el mundo era un lugar inseguro, que yo era frágil y que siempre necesitaba estar alerta.
En terapia, fui conectando las piezas. Comprendí que esa voz de alarma que se activaba en mi interior no era realmente mía, sino una herencia emocional. Lo que yo vivía en el presente estaba entrelazado con miedos que venían de mucho antes, incluso de generaciones anteriores.
Habitar el cuerpo, soltar el miedo
Aprendí que mi ansiedad no solo vivía en mi mente, sino en mi cuerpo. Mis hombros encogidos, mi respiración superficial, mi mandíbula apretada… todo hablaba de un estado de alerta permanente. A través de ejercicios corporales, empecé a notar cómo mi cuerpo reaccionaba antes incluso de que aparecieran los pensamientos de miedo. Aprendí a escuchar sus señales y, poco a poco, a enviarle mensajes de calma.
El trabajo no fue solo mental, sino también emocional y sensorial. Reviví momentos en los que me sentí pequeña e indefensa, pero esta vez, con una nueva conciencia. Imaginé a mi niña interior sostenida, protegida, y le di el espacio para sentir lo que en su momento no pudo expresar.
Reconectar con la confianza
Uno de los momentos más transformadores fue cuando dejé de pelear con mi miedo y empecé a dialogar con él. En vez de rechazarlo, lo escuché. ¿Qué quería decirme? ¿A qué me estaba protegiendo? En ese proceso, entendí que dentro de mí existían diferentes partes: una que temía, otra que quería avanzar, otra que solo deseaba sentirse segura. No se trataba de eliminar el miedo, sino de integrar todas esas voces dentro de mí.
Poco a poco, volví a desafiarme. Primero, trayectos cortos en el metro, respirando profundamente y recordándome que estaba a salvo. Luego, espacios más concurridos, siempre atenta a mis sensaciones, sin forzarme, pero sin ceder al miedo.
No fue un proceso lineal. Hubo días en los que parecía avanzar y otros en los que retrocedía. Pero cada vez que me detenía, lo hacía con más compasión. Aprendí a no juzgarme, a darme permiso para ir a mi ritmo.
El regreso a casa
Hoy no puedo decir que el miedo haya desaparecido por completo, pero ya no domina mi vida. Ahora puedo elegir. Puedo subirme a un autobús sin sentir que pierdo el control, puedo caminar entre la gente sin querer huir. Más importante aún, puedo mirarme con amor y reconocer la fuerza que siempre estuvo dentro de mí.
El miedo me llevó lejos, pero también me mostró el camino de regreso a casa: a mi cuerpo, a mi confianza, a mi libertad.